Sergio Aguayo Quezada
13 de febrero de 2005
El narco es soberano en la frontera norte. Y el gobierno federal reacciona con una retórica sonora, pero vacía, y con una estrategia incompleta y pensada para defender los intereses de Estados Unidos.
Un axioma de la seguridad nacional es que cualquier discusión seria inicia definiendo la gravedad de la amenaza porque de ello depende la prioridad que se le asigna en la agenda de seguridad del Estado. El gobierno mexicano jamás ha hecho una disección del narco, tal vez porque saldrían a la luz aspectos que prefieren evitar. En su génesis estaría la siguiente triada: (a), la amenaza se origina en Estados Unidos porque allá surgió y creció la demanda de drogas que provoca la producción y el tráfico que la abastece; (b), por ilegal, el negocio requiere de la protección y/o complicidad gubernamentales; y, (c) goza de una cierta tolerancia social porque mete miles de millones de dólares al país cada año, proporciona empleos, alimenta el consumo de bienes —generalmente superfluos y de mal gusto— y dinamiza varios sectores de la economía.
El narco tiene un rostro oscuro que supera cualquier beneficio real o imaginario. Destruye el tejido social y amamanta una cultura de violencia e ilegalidad que, al asociarse con la criminalidad de alto impacto, arrebata al Estado porciones considerables del monopolio de la violencia. Corrompe a empresarios y a funcionarios de todos los niveles que hacen a un lado su compromiso de servir a la sociedad. Multiplica exponencialmente a la población detenida y encarcelada por delitos contra la salud lo que deforma al poder judicial y al sistema carcelario. Promueve un consumo de drogas que crece y se diversifica: de acuerdo a las Encuestas Nacionales de Adicciones, entre 1998 y 2002 aumentó en 400 mil la cantidad de mexicanos y mexicanas que han usado drogas alguna vez en su vida. En síntesis, el costo económico, político y social supera fácilmente cualquier ganancia.
Hace 15 años conversé con el entonces procurador general de la República Enrique Álvarez del Castillo. En algún momento le pregunté si le preocupaba la posibilidad de que el narco se saliera de control y amenazara al Estado, como en Colombia. Respondió con un conciso "de ninguna manera, el Estado mexicano es infinitamente más fuerte que en Colombia". La misma respuesta he seguido escuchando una y otra vez. Cuando en 1985 el narco asesinó a un agente de la Oficina Federal contra el Narcotráfico (DEA) en Guadalajara, lo que generó una crisis con Estados Unidos, el discurso oficial fue, una vez más, que el Estado se lanzaría con toda su fuerza y recursos contra los trasgresores de la ley. Optimismo tan injustificado como hueca es la retórica, porque el poder del narco sigue filtrándose como la humedad en el desvencijado edificio del Estado mexicano.
Las ejecuciones de los custodios del penal de alta seguridad de Matamoros, Tamaulipas, pueden ser un ajuste de cuentas entre bandas o una forma de responder a la forma humillante en que días antes fue tratado su jefe en el penal de La Palma. Fue otra forma de gritar a los cuatro vientos que ellos son soberanos en los municipios fronterizos. Fue una reiteración de lo que hace algunas semanas escuché de un funcionario federal del sector: "el narco sólo pone funcionarios en los gobiernos locales de la frontera norte". Para preparar esta columna conversé telefónicamente con residentes de aquellas regiones. En sus relatos se mezclan el miedo, el enojo y el desconcierto. Dan detalles precisos sobre el control que ejerce el narco, expresan su profundo desencanto con el gobierno de Fox y transmiten el cansancio vital del que se resiste a ser expulsado. La prensa tamaulipeca también muestra la enorme cautela con que informan sobre las actividades de quienes mandan en la frontera.
Este domingo el New York Times publicó un reportaje de Ginger Thompson sobre lo que sucede en Nuevo Laredo, Tamaulipas una ciudad inmersa en las desapariciones, los asesinatos y la violencia. Son los síntomas del Estado ausente que entregó la plaza al más fuerte. Cita al cónsul estadounidense en Nuevo Laredo, Michael Yoder: "Por mucho tiempo, se creía que la gente que estaba fuera del negocio de la droga estaba segura. Eso dejó de ser el caso". Reproduce unas frases de Ramón Cantú Deandar, editor de El Mañana de Nuevo Laredo: "Nos autocensuramos porque la guerra de la droga está perdida. Estamos solos y no quiero poner en riesgo a nadie por una realidad que nunca va a cambiar". Un detalle que sugiere el clima que encontró Thompson es que fechó su reportaje en el otro lado, en Laredo, Texas.
Ante la crisis carcelaria y tamaulipeca reaparecen las tesis y palabras de un antaño siempre presente. Vicente Fox, Santiago Creel y Rafael Macedo de la Concha se dieron vuelo con declaraciones lucidoras: "guerra total", "hasta las últimas consecuencias", "todos los recursos del Estado". Para demostrarlo militarizan dos penales de alta seguridad y ocupan Reynosa. ¿Cuánto tiempo tardará en desaparecer el timbre de sus frases severas? ¿Cuánto permanecerán los militares custodiando aquella entrañable ciudad tamaulipeca? ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que nos enteremos de que el narco ya se apoderó de otra ciudad o región? ¿Ignoran acaso que las elecciones de 2006 serán propicias para un incremento de su influencia?
La política del sexenio es relativamente exitosa, pero naufraga en una estrategia parcial, inconstante, reactiva. Es tan indudable que la Sedena y la PGR capturan droga y encarcelan racimos de capos y sicarios como que la Secretaría de Seguridad Pública falla estrepitosamente en el control de las cárceles. Vienen luego huecos y desequilibrios. Leonardo Curzio insiste —y con razón— que hay una laxitud enorme en las finanzas que siguen controlando hasta los capos encarcelados.
Estaría luego el tradicional desfase de lo que se gasta en frenar la demanda y atacar el delito. En 2002 se gastaron 64 millones en el combate de las adicciones y en 2004 8,800 millones en atacar el tráfico y la producción. La causa tras semejante desequilibrio es que la estrategia fue pensada en, y ha sido impuesta por Washington, cuya prioridad ha sido evitar que la droga llegue a su territorio. De ser necesario podría proporcionar la evidencia documental que sustenta esta afirmación. La actual crisis confirma que el énfasis en la persecución del delito tampoco ha funcionado. El narco nació, creció y sigue proliferando al arrullo de políticas incompletas y declaraciones lucidoras, pero vacías de contenido.
Sería ingenuo insinuar alguna fórmula mágica que resolviera un fenómeno tan enorme, que requiere la colaboración de otros países. Se da por descontado lo necesario que resulta dialogar con Estados Unidos para encontrar formas de colaboración para combatir una amenaza común. Lo que resulta desalentador es que el gobierno que sería diferente se rehuse a incorporar una visión integral que tome en cuenta todos los elementos. Ante tantos fracasos, el gobierno federal debería olvidarse de lo que quiere Washington y poner como eje los intereses de la sociedad mexicana.
Sergio Aguayo Quezada es periodista y académico mexicano. sergioaguayo@infosel.net.mx
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